La interjección
La gramática tradicional situaba a la interjección entre las partes de la oración. Hoy se considera que no cumple ninguna de las funciones oracionales, sino que equivale a toda una oración (de tipo exclamativo, la interjección tiene siempre entonación exclamativa).
Característica de las funciones expresiva y apelativa del lenguaje, la interjección (¡oh!, ¡ay!, ¡bah!...) expresa sintéticamente el mundo afectivo del hablante, el cual responde de manera espontánea a una situación inmediata.
Pese a su carácter espontánea y elemental, y en algún caso, la extraña agrupación de fonemas para el castellano (¡chisf!, por ejemplo) las interjecciones son signos lingüísticos propiamente dichos, y no, desde luego, gritos: como cualquier palabra, significan por acuerdo y convención, es decir, son arbitrarias, y cada lengua tiene las suyas propias.
Suelen distinguirse dos clases de interjecciones: las propias (¡bah!, ¡ea!, ¡huy!...) y las impropias (¡alto!, ¡hombre!, ¡toma!...), esto es, palabras de otra clase, nombres y verbos sobre todo, que se especializan y fijan como interjecciones. Se habla también de locuciones interjectivas, para referirse a grupos de palabras equivalentes a interjecciones y que están en el límite de las oraciones exclamativas. (¡Por Dios!, ¡Menos mal!)
Las interjecciones forman un conjunto abierto, pues existe la posibilidad de incorporar a él palabras léxicas que se fijan como tales.
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